Are you the ove I’ve been waiting for ( Long Tale)

Nick Cave pregunta en la radio del coche “ Are you the one that I’ve been looking for?” Es curiosa que sea precisamente esa la canción que suene en este momento. Hacía casi dos años que no venía a este lugar de Barcelona donde tantas veces pusimos juntos ese cassette que quedó gastado de tanto escucharlo. Al final de nuestra relación había fragmentos de aquella grabación que resultaban casi ininteligibles. Esta noche, los recuerdos, la memoria de ella que aún hoy me asalta como un perro traidor y me abate dejándome sin fuerzas ni ánimo, me han traído hasta este mirador que era nuestra casa y nuestra cama las frías noches de invierno en que deseábamos compartirnos. Esta canción fue algo así como la banda sonora de nuestra ruptura, a medida que se gastaba nuestra relación las canciones se borraban de tanto usarlas como bálsamo cicatrizador de las heridas causadas por las constantes disputas y separaciones. Parece que fue ayer pero ya han pasado más de 24 meses desde que salí por última vez de su casa, pero su nombre aún se me pega a la lengua cuando estoy con otra mujer, Hilke, Hilke, Hilke,..

Nuestra ruptura estaba cantada, como el asesinato de aquel joven en “ Crónica de una muerte anunciada” y ahora, con la perspectiva que sólo dan el tiempo y la distancia, me doy cuenta de que  si nuestra relación  seguía viva era por mi insistencia y resistencia casi titánica a sus continuas vacilaciones y humillaciones.

Dos años, dos años, parece increíble la voluptuosidad del tiempo, a veces este período de mi vida se me antoja tan breve como el suspiro de una diminuta mosca, y otras veces se alarga como el chicle en la boca de una niña tonta que remueve la dulce masa elástica y pegajosa estirándola desde sus lácteos dientes hasta el infinito. Hoy, esta noche me recuerda a aquella última puerta cerrada tras de mi y me hace sentir tan cercano a aquella apoteósica pero apocalíptica semana como lo estoy ahora del Tibidabo.

Estaba a punto de empezar la semana santa del 98,  los días ya empezaban a ser más luminosos y lo suficientemente calurosos como para disfrutar del sol pero suficientemente frescos como para no ser víctimas del caluroso castigo del astro rey. Para aquel entonces nuestra relación estaba ya prácticamente finiquitada pero yo, aun siendo consciente de ello, me aferraba a ella y a su calor casi materno, como si yo fuera un niño que se agarra a la mano de su madre temeroso de perderla de vista. Era domingo de Ramos y mi familia y yo habíamos pasado el día en la finca de Blanes de un tío mío, todos juntos bebiendo y comiendo como siempre que se reúne la familia. Al volver a casa, estaba acalorado y un poco requemado por la fatal combinación de Sol, comida y vino peleón, por eso me puse a tomar una ducha antes de que el partido de la tele empezara. Mientras me quitaba el cansancio y el amodorramiento de la piel sonó el teléfono de casa. Mi hermano contestó por eso no le hice más caso pues sabía que si ella llamaba lo haría dejando una perdida en mi móvil, yo siempre esperaba su llamada, agua para mi sed. Sin embargo al salir de la ducha totalmente reconfortado, mi hermano me dio caricircunspecto el mensaje de que Hilke había llamado y que quería que yo la llamara. Hilke y mi familia no se hablaban hacía ya tiempo y era extraño que ella hiciera el esfuerzo de llamar directamente al número de mi casa, pero por lo visto yo había dejado que la batería de mi celular se agotara. Cosa muy poco habitual pues para mi aquel diminuto telefonillo era el nexo entre ella y yo, el cordón umbilical que alimentaba con sus ondas nuestra relación; por eso yo lo dejaba siempre en marcha tal que camello que espera la llamada de sus clientes sedientos de su dosis. Si había hecho tan tremendo esfuerzo quería decir que hoy era uno de esos días en que ella se moría por verme. Rápidamente, tan rápido como superman, me vestí y la llamé. Su voz sonaba triste, segunda buena señal, yo ya era un depredador al acecho de mi víctima, sólo tenía que esperar a ver qué era lo que ocurría y si se daban las circunstancias, decir las palabras mágicas “et volia”. Por lo visto su familia no estaba en casa, se habían ido de vacaciones a Baden Baden durante una semana, ciudad de origen de la madre de  Hilke. Ella me había llamado, estaba sola en casa y necesitaba compañía, ¿ Mi compañía?

“ Hay una compañera de trabajo con la que me llevo muy bien y la voy a llamar para que venga a cenar y a hacerme compañía, pero si no puede venir me gustaría que vinieras a dormir, llámame de aquí a diez minutos”.  Aquello, jugar el rol de ser el segundo plato, podría haber desmoralizado a cualquiera, pero por aquel entonces tenía el corazón curtido, duro como el hierro cuando se trataba de encajar aquellos golpes que ella me lanzaba de vez en cuando. Era un experto y los sabía esquivar como  Karate Kid esquivaba los golpes del maestro después de “poner sera quitar sera”. Además me había acostumbrado a experimentar nuestro amor de una manera muy práctica, yo sabía que ella me quería y lo demostraba constantemente, pero su carácter muchas veces era poco llevadero, y lo mejor era serpentear por los valles de su alma  antes que intentar inundar sus sagradas tierras eliminando con ello otras muchas pequeñas cosas que la hacían tan especial. Aquel día me necesitaba, si Marta, su amiga, no se presentaba.

 La volví a llamar y su voz fue la primera prueba de que algo, lo que fuera, se presentaba muy bien, pero sus palabras no eran las que yo deseaba sino las que esperaba. Marta había aceptado su invitación así pues yo me quedaba en casa sentado en el banquillo viendo el partido como un mero espectador. La buena noticia era que por lo menos había conseguido quedar con ella el lunes por la tarde al salir de trabajar. Como buen reserva me pasé todo el partido, después del partido y el resto de la noche pensando en la manera de ganarme la titularidad. La pregunta era si habíamos quedado para discutir sobre mi titularidad y en general sobre mi papel en el equipo ,si es que se nos podía llamar así, o si por lo contrario era para pactar la rescisión de mi contrato. La incógnita estaba sobre la mesa y aunque era absurdo preocuparse por ello pues parecía que yo no podía hacer nada para cambiar su opinión, aquella noche no fui capaz de dormir.

 La tarde siguiente vino a buscarme al hotel donde yo trabajaba. Nada más verme me hizo señales con el cláxon de su coche mientras gesticulaba muy exageradamente para que yo me apresurara, eso sí, lo hizo con aquella maravillosa sonrisa que hacía cálido el día más gélido. Abrí la puerta del coche y subí cuando zas, me soltó el primer beso, titular era titular.

 Había preparado una cesta de comida para que fuéramos a la playa a comer. El trayecto hacia St. Miquel de Montalb fue muy plácido, lleno de pequeñas cosas, de diminutos pero maravillosos detalles que juntos construyeron un momento perfecto, el recuerdo ya lejano de la estrechez de mi cuello al sentir el nudo de la corbata de mi uniforme de trabajo, prueba de haber acabado la jornada de trabajo, la música rasgada y melancólica de Tom Waits en la radio de su coche, el sol calentando mi cara tras el cristal y por supuesto, por encima de todo, ella con aquel vestido que sólo cubría la mitad de su cuerpo de color canela. Ella era una piel roja venida de ese mundo mágico de águilas, lobos y mística relación con la madre naturaleza. Yo conocía cada rincón de su piel y soñaba con sus lunares en aquella sobrenatural espalda, la forma de sus piernas y caderas, sus brazos y preciosas manos y su salvaje melena, ella, ella era la armonía de la tarde y el primer aliento de aire de mis días. Y ella estaba allí, junto a mi , deslizando su coche por la N-II en un vuelo sin destino conocido pero sin casi tocar el gris pavimento. La playa estaba desierta, teníamos un reservado sólo para nosotros, nadie entre el oro del arena, el azul turquesa del mar y el azul cielo del firmamento que era el único testimonio de nuestros besos y  caricias.

 A pesar de todo la tarde aún estaba demasiado fría, por eso después de probar el sabor de nuestras bocas y de calmar el calor que ella me hacía sentir con un rápido baño de principio de primavera, cogimos los bocadillos y nos metimos en el coche rumbo a su casa. El guión a partir de aquel punto me lo sabía al dedillo, iríamos a su casa, haríamos la siesta de un par de horas de silencioso pero placentero gemir y sudar bajo la colcha de su cama. Aquella costumbre me la enseñó ella, le gustaba jugar con mis manos tímidas al principio pero mucho más complacientes a medida que pasaba el tiempo. Nos recogíamos bajo el plumón medio desnudos, abrazados respirando el mismo aire. Ella solía hacerse la dormida pero su cuerpo rápidamente se predisponía a recibirme. En ese momento siempre se giraba y llenaba mi boca de la suya. Algunas veces sólo se quedaba de espaldas a mi y cogía mis brazos haciendo que abrazara sus pechos con sus manos sobre las mías. Cuando todo acababa ella se quedaba un precioso momento rodeándome con todo su cuerpo y su preciosa cabeza sobre mi pecho como escuchando mis latidos. Finalmente nos levantábamos para ir a refrescarnos un poco para volver a entrar y finalmente quedarnos dormidos.

Aquella situación me resultaba muy confusa pero recuerdo que pensé que quizás podíamos arreglar lo nuestro de aquella manera, pasando una semana juntos sin nadie más que nosotros, sin pensar en nada que no fuera en beber de aquella copa colmada de embriagadores jugos sorbo a sorbo.

 Al levantarnos de la siesta merendamos un poco, como siempre una taza de te porque a ella le gustaba el te y yo era incapaz de decirle que no a algo que a ella le apeteciera. Al acabar nuestro pequeño ágape nos dimos una ducha rápida para acabar de borrar las sábanas de nuestros cuerpos y nos fuimos a dar un paseo. Cuando dábamos aquellos paseos de después de la siesta, muchas veces imaginábamos que estábamos casados, que la casa de sus padres era nuestro nido y que aquello duraría para siempre. Caminábamos uno junto al otro, unidos por nuestros brazos hablando de mil cosas, de mil películas, de mil canciones, de mil historias inventadas y de mil cosas que nos gustaría hacer. A veces no hablábamos, nos parábamos bajo algún árbol y nos abrazábamos notando nuestros corazones a través de tanta ropa y tanta piel que sobraba. Antes de volver a casa pasamos por el videoclub  para mirar si había alguna buena película y verla abrazados en el sofá después de cenar.

 A pesar de que en la playa habíamos sentido un poco de frío, durante el paseo nos habíamos sentido castigados por el calor de antes de que anocheciera, por eso al llegar a casa, Hilke se preparo para tomar una ducha mientras yo preparaba la cena. El sonido de la caída del agua sobre el suelo de la bañera me hacía visionar como si fuera una película el húmedo elemento acariciando su piel morena y quise ser el protagonista. Quería ser yo quien besara su piel, sus pechos, sus hombros y su cuello. Subí las escaleras que conducían a la planta de arriba, me iba a poner al día de todos los días que me había quedado sin oler su esencia. Al llegar a la puerta cerrada de su baño, comprobé cómo la luz, testigo de tan hermoso espectáculo se escapaba por la rendija que había entre la puerta y el suelo. Lentamente entré en el baño sin hacer ruido, me quité la ropa y dando un paso adelante alargué mi mano, nervioso y preparado. Más allá de la mampara me esperaba uno de sus pechos, lo acaricié durante un momento sin que el resto de mi cuerpo se dejara ver de detrás de la mampara de cristal azulado. ¡ Qué sensación! Su tersura, aquel agua templada, y yo allí que la quería toda para mi. Aquella noche no cenamos, ni vimos la película y soñamos juntos pero despiertos.

 Eran las siete de la mañana y ella seguía abrazada a mi, y yo, quizás de una manera un tanto ilusa, pensaba que podía acostumbrarme a aquello. Ella lentamente se despertó totalmente relajada, parecía que hubiera dormido durante días, se estiró varias veces para desperezarse mientras me miraba sonriente y se volvió a acurrucar en mi pecho besando mi cara. Nos quedamos allí, recogidos bajo las sábanas un buen rato, ella jugueteando con mi pelo y yo dejándome embriagar por el aroma su cuerpo. Después de mil millones de besos ella salió de la cama y bajó hacia la cocina. Yo me quedé un rato más estirado en el camastro mirando por la ventana que daba a un maravilloso valle, pensando. Había algo en mi cabeza que no me permitía estar totalmente relajado, era un mar de confusiones, una tormenta de ideas y sentimientos totalmente contradictorios, por un lado…, pero por el otro…, Ahhh no entendía nada, ¿acaso me estaba volviendo loco? La mujer a la que amaba había pasado la noche conmigo, se había despertado junto a mi y ahora estaba en la cocina preparando mi desayuno. ¿ De qué me tenía que preocupar?¿ Cuánto iba a durar aquello? Pero ¿ Por qué no bajaba y preparaba el desayuno con ella? Era momento de disfrutar, de dejar de pensar tanto.

 Aquella semana Hilke empezaba a trabajar a las 11 de la mañana, por lo que no tuvimos mucho tiempo para poder alargar los dulces abrazos y achuchones que nuestros cuerpos nos pedían . Mientras tomábamos un espléndido desayuno de productos de soja y té, montados en aquellos elegantes taburetes de diseño de la cocina hicimos los  planes para el día y para toda la semana . Yo la llevaría al trabajo con su coche y luego me iría a mi casa para preparar un poco de ropa con qué cubrir mi cuerpo los momentos de la semana que íbamos a pasar juntos que no estuviera desnudo para ella , en el nido. Así lo hicimos,  después de dejarla en su trabajo, me puse al volante, ajusté los mandos a mi medida y saliendo del pueblo conduje muy lentamente hacia casa, iba acompañado de un magnífico día lleno del verde de la montaña y del olor de la primavera, con las ventanillas del pequeño Ka abiertas al máximo y con el sonido del motor del coche que se mezclaba tenuemente con la voz un tanto opaca de Morrissey  y, sobretodo, con su último beso diluyéndose por mis labios. Tenía que pasar a recogerla a las siete de la tarde por lo que pensé que tenía tiempo de ir a caminar hasta el Castanyer para dar continuidad a aquella sensación de bendita calma. El Castanyer es un milenario castaño del Montseny en el interior de cuyo tronco se resguardaban los pastores de la lluvia mientras sus ovejas pacían, ahora es tan solo un lugar donde mucha gente peregrina los fines de semana para grabar sus nombres en el interior de sus vísceras y después acurrucarse un rato juntos.

 Llegué a casa, me hice un bocadillo de embutido, llené una cantimplora suiza de litro y medio con agua fresca del grifo y me puse las botas de montaña. Como siempre que voy a caminar miro hacia el pico del Sui y mentalmente fijo un punto de destino y entonces empiezo a caminar. Casi sin darme cuenta atravesé el pequeño pueblo, salí dirección al camino ahora asfaltado que lleva a la montaña y llegué a la Ermita de St. Esteve. Una pequeñísima pero curiosa edificación que se encuentra en medio de la montaña. Cuando me imagino una ermita de montaña pienso en un edificio hecho torpe pero robustamente con piedras sin demasiadas florituras. St. Esteve no, es una iglesia de un estilo pseudomodernista pseudogótico, inconfudible, hecha de una piedra muy bien tallada y cuidada en cuyos vanos aún se conservan algunos rosetones cubiertos con unas vidrieras multicoloristas un tanto kisch. Lástima que ahora sus ventanas estén enjauladas, imagino que para evitar que los montañeros poco cuidadosos entren a dar rienda suelta a sus instintos bandálicos más bajos.

 Dejando atrás la ermita seguí por el camino que llega a St. Cuc y que conduce al Castanyer, escondido entre el perpetuo verde de la montanya, a un lado. Allí, a la sombra de sus ramas viejas y nuevas di cuenta de mi bocadillo un poco seco que mojaba en el agua que seguía fresca. A medida que había andado un paso tras otro formando mi camino adentrándome en el bosque primero y en los caminos revueltos por los jabalís después me fui olvidando de todo lo que hervía en mi cabeza, quedándome del todo absorto al dejarme atrapar por el espectáculo que me ofrecía el rico mundo animal y floral que configura el Montseny. Un paso tras otro me fui alejando de todo lo acontecido las últimas 48 horas y cuando llegué a aquel milenario árbol, refugio de pastores los días de tormenta, de maquis y de tantos amantes furtivos, pude sentarme a comer y a confundirme con la naturaleza como si yo fuera un árbol más, como si mi largo cabello fuera las hojas de mis ramas que bailaban al son que la caprichosa brisa les ordenaba. Allí estaba yo, solo, con los ojos cerrados pero totalmente consciente de todo lo que me rodeaba, sintiendo mi alma como parte de toda la energía de la naturaleza en su máximo esplendor. Yo era parte de todo, incluso del cielo y del agua que bajaba desde el deshielo de la cima del Sui. Caí en un estado de relajación absoluto mientras sentía la madera de mis pies nutrirse del agua que bajaba bajo la tierra.

No tengo idea alguna de cuánto duró aquel momento de felicidad absoluta pero al despertar estaba de pie, con mis ojos empapados pero sin albergar ningún sentimiento ni pensamiento negativo, como si fuera un recién nacido. No sabía qué hora era, pero tenía la sensación de que hubieran pasado horas. Absorto y totalmente relajado, apoyé mi espalda en el tronco del Castanyer mirando los minúsculos trozos de cielo que sus ramas vestidas de millones de hojas me dejaban ver. Trascurrida una media hora de contemplar ese otro Azul me calcé las botas y emprendí el descenso hacia el pueblo. Antes de llegar al camino del pueblo mi estado de felicidad seguía intacto, no caminaba, me deslizaba como si fuera una enorme molécula de agua bajando por inercia por el cauce del río, el viento seguía modificando mi rumbo e iba acariciando mi piel con todo, siendo parte del cielo, del agua, de las ramas de los árboles, del vuelo de los búhos.

 Al entrar en casa me di cuenta de que el reflejo del sol también se había confundido con mi cuerpo dándome un sano color rojizo, acalorado. No había nadie en casa, estaba todo en silencio, en calma, el único sonido perceptible era el intermitente pero persistente ruidillo del motor de la caldera. Limpié la cantimplora, la dejé en su sitio, me quité las ropas, mojadas de mi sudor y sucias del polvo de la montaña y me di una ducha. Al salir de mi higiénico bautizo noté que la toalla, siempre suave, hería mi rostro. Me había quemado con el sol. Cubrí mi cara con una fina capa de crema hidratante en todas las partes enrojecidas, me vestí, preparé la bolsa con lo justo para no llenar mi bolsa de viaje y bajé a la cocina donde mis padres tomaban el café después de haber llegado de Barcelona. Hablando de sus cosas. Mi padre interrumpió lo que estaba diciendo para decirme que la música que yo había puesto se escuchaba desde la entrada del pueblo. Le gustaba bromear con el hecho de que me gustara escuchar la música de aquella manera tan insoportable para los perros de los vecinos. Me dirigí a la cocina y abrí una lata de refresco de la nevera y con el frío aluminio en contacto con mi mano derecha volví a la sala para sentarme un rato con ellos y explicarles cuáles eran mis planes para aquella semana. Les anuncié que pasaría la semana con Hilke que intentaría que fuéramos a cenar un día a casa pero que en todo caso ya los avisaría. Después de un rato hablando de una prima mía que iba a tener un niño y de la alegría que sentían por aquella noticia,  me fui a buscar a Hilke a su trabajo, como habíamos quedado.

 Cuando llegué me estaba esperando en la puerta con una bolsa en sus manos. La invité a ponerse al volante, me dio un abrazo y nos besamos, aunque rechazó el ofrecimiento. A ella le gustaba mucho conducir, casi tanto como a mi pero ese día prefirió relajarse a mi lado. Nos subimos al coche y su mirada quería decir  algo, quería que le preguntara. Ella tenía una mirada para cada cosa, para cada situación y yo las conocía todas, tenía miradas de amor y de ira, tenía miradas que mantenían alerta, miradas que te regalaban un día completo en las nubes, miradas que me ponían en mi sitio, miradas crueles que me helaban el aliento, miradas calientes que me pedían más, miradas de hambre, de sueño, de apoyo, todas, todas las situaciones tenían una mirada, muchas veces no me tenía que decir nada, con una mirada sabía cómo le había ido el día, si había dormido bien, si estaba chafada o si ese día tenía ganas de sacar toda su ropa del armario y divertirse combinando su ropa para mi en un pase de modas privado. La mirada de aquella tarde era de querer algo, algo tramaba, seguro que había pensado en hacer alguna cosa especial, alguna cosa que obviamente me implicaba de alguna manera. Yo se lo ponía siempre fácil, no me gustaba hacerme de rogar, al fin y al cabo se trataba de pasar un rato con ella.

-“ A ver, qué pasa por esa cabecilla?”. Le pregunté.      

– “ Nada” me dijo con ese tono de voz que utilizan los niños cuando han hecho alguna trastada.

– “ Bueno, pues si no has preparado nada y no estás pensando en nada, yo había pensado en ir a Barcelona a tomar algo y dar un paseo por mi barrio”- yo bromeaba para ver si ella lo soltaba.

– “¿ Barcelona?” Dijo ella. Yo había dado en el clavo ella quería ir a Barcelona. – “Barcelona, sí, ¿No te apetece?”

– “ No, bueno…, sí, de hecho era eso en lo que estaba pensando. Esa bolsa que tengo ahí atrás es un traje que tengo que ir a descambiar a una tienda en el centro, parece que me hayas leído el pensamiento”.

– “ Vale, pero, hagamos un trato, después tenemos que quedarnos un rato en y dar una vuelta, quiero mirar unos discos y… no sé, podríamos ir a tomar algo a aquel sitio del Tibidabo”

– “ Groovy!!!”.

De camino a Barcelona fuimos hablando de lo que habíamos hecho cada uno durante el día, escuchando a Dave Graham, conduciendo lentamente. Su mano sobre mi hombro y la mía sobre sus piernas, a cada semáforo juntábamos nuestras manos y mi cara descansaba sobre su hombro. Después con el verde separábamos nuestros cuerpos que a pesar del espacio quedaban unidos por esa sensación invisible pero real de estar fundidos como un puño. Al llegar a Barcelona siempre pasaba lo mismo, ella se sentía como un ciervo salvaje que se ha despistado de la manada, que ha perdido el rastro del aroma de su madre y que sin querer se ha metido en los confines del hombre, más allá del bosque. Se sentía desamparada hasta el punto de no querer quedarse sola. Alguna vez habíamos quedado directamente en la Plaça de Catalunya y al encontrarnos y darnos un beso me la había encontrado temblando. Yo,  en cambio, llegaba a mis territorios, al lugar donde crecí,  donde los colores, los olores, los sonidos eran parte de mi, y me llevaban a momentos de mi vida a los que solo se puede llegar con estímulos tan fuertes como el olor a cable quemado del metro de Barcelona, o los olores del Mercat de St. Antoni, mezclándose con ese polen de los árboles de la Calle Urgell.

Dejamos el coche en el aparcamiento de la parada de metro de Vall d’Hebró y nos metimos bajo tierra para viajar por el subsuelo barcelonés. Viajar en metro es una manera de viajar un tanto peculiar, no hay luz natural, ni paisajes, por las escotillas de ese transatlántico urbano sólo se pueden ver cables, paredes ennegrecidas, gente de todos tipos y colores, y anuncios de cómo eliminar el acné de una manera milagrosa. En realidad es un circo de gente, de cosas, de acontecimientos, de diarios, de libros, de músicas que se escapan de los miles de auriculares que se agarran a los pabellones auditivos . Jóvenes con cresta  al lado de ejecutivos que juegan con sus móviles. Cada persona tenía una historia, una película, todos venían de algún lado y todos se dirigían hacia algún lugar. Yo jugaba a inventar la historia de cada uno de ellos para distraerla de tanto alboroto. Ella se agarraba a mi brazo, yo le contaba al oído aquellas historias, nos reíamos.

 Estuvimos paseando toda la tarde por los alrededores de la Plaza de Cataluña, primero fuimos a cambiar el vestido, luego, recordando nuestra primera cita recorrimos todas las tiendas de discos de la calle Tallers. Una vez ya había agotado mi lista mental de discos para comprar, dimos media vuelta y cruzamos las Ramblas dirección a la Catedral para entrar en els Quatre Gats, tomamos un té y una pasta morisca y después de un rato de hablar apasionadamente de música y de lo buena que era en los 60 y 70, y lo mediocre que resultaba ahora nos levantamos y nos dirigimos de nuevo al metro. Ya estaba oscureciendo, había sido un magnífico día de primavera y por eso al acostarse el Sol se levantó la Luna con un aire bastante fresco. Ella se agarró a mi, buscando el calor que le robaba el viento mientras colocó sus gélidas manos en mi espalda, bajo mi camisa. Un semáforo, nos besamos dejando pasar a todos los otros peatones a nuestro alrededor.

Entramos en el metro y después del aroma a cables quemados del metro, de volver a ver a la gente de todos los colores, y de una decena de paradas estábamos de vuelta ante el coche.

–       Vamos ábrelo rápido que nos pueden robar, me dijo.

 Nos subimos al pequeño Ka y una vez dentro ella cerró los pestillos como si aquellos pequeños trozos de hierro y plástico duro fueran los portones de una inmensa y recia muralla que impedía el paso a todos los villanos que pudieran intentar traspasar los límites de nuestro reino. Encendí el motor y encaré la pendiente que nos separaba de las ronda de Dalt. A aquella hora estaban hasta los topes pero a nosotros aquello poco nos importaba, seguíamos en nuestra nube, ella iba mirándome de reojo, con una malicia infantil y juguetona, como una niña que está a punto de hacer una trastada y mira a sus padres probando a ver cuáles son los límites hasta los que puede recibir una reprimenda. Estaba abriendo los plásticos de mis CDs nuevos, algo que siempre hacía para divertirse desde que le conté que no soportaba que me los dieran abiertos, sin el plástico. Desde entonces se dedicaba a romper esa laminilla de mis CDs nuevos por que decía que no podía ser, que aquella manía era una tontería, que con plástico o sin él seguía siendo un CD, pero… ¿a caso es lo mismo entrar al cine y perderse el anuncio de MOVIRECORD que entrar en la sala con la película empezada? Todo es parte de una ceremonia, quizás muy absurda, e incluso es posible que algún psicólogo Freudiano lo relacionara con alguna fase infantil no superada o con la necesidad de desgarrar el himen, la pureza, la virginidad de la mujer a la que amo, quién sabe. Para mi era y es tan sólo un ritual como el de abrir un libro nuevo y oler ese aroma a nuevo mezcla de la tinta recién impresa y de las palabras que de él se escapan y que te llaman invitándote a leerlo.

 Una vez ya salíamos de la ciudad y ella se había despachado a gusto con los plásticos de mis CDs y mientras veíamos las últimas luces rojizas sobre Collserola, recuerdo de un día tan hermoso, surgió la idea de hacer otro viaje a nuestro pasado, a la primera vez que hicimos el amor.

–       ¿Vamos a Vic a cenar?

–       Vale, por qué no, sería el final de un día maravilloso.

 

Cada vez que íbamos a aquella ciudad entrábamos en un estado de encantamiento que curaba todas las heridas causadas por la discusión de turno. El camino que nos llevaba a la capital de Osona era un paseo a lomos de nuestro coche, un camino rodeado en todo momento de árboles y de nauraleza que de noche se torna de un color misteriosamente oscuro y en cuyos adentros nos habíamos introducido en millones de ocasiones para calmar nuestra necesidad de estar juntos, desnudos, abrazados.

Sin casi darnos cuenta, estábamos ante las murallas de Vic, iluminadas, junto al frío río. Como siempre, encontramos un hueco para dejar descansar a nuestra montura e iniciar un paseo abriéndonos paso entre aquellos edificios medievales, llenos de miles de historias que inventábamos, cogidos de la mano, una frase cada uno. Como siempre cenamos en una pequeña crepería que estaba junto a una de las iglesias del centro de la ciudad, algo ligero, sin grasas, pero con una copita de vino rojo, vino tinto, jarabe para curar las heridas y para soltar la lengua que a esas horas ya gobernaba la lívido. Como siempre, como siempre… Su mirada, de nuevo, pero ahora sus ojos estaban encendidos, rebosantes de pasión, yo no podía dejar de mirarla, de observar los rizos de su cabello negro, no podía más que sucumbir a aquellas señales que emitía su cuerpo. Sus labios dejaban de ser los bordes de su boca, era el objetivo de mi alma, sus brazos dejaban de ser meros apéndices, se convertían en sabias armas libidinosas cuyo objetivo era pasear sus terminaciones antes conocidas como manos por mi cabello hasta hacerme sucumbir y entregarme al placer de sus caricias  y del olor de su cuerpo a mi alrededor, de su saliva entrando dulcemente en mi garganta como néctar afrodisíaco de mil flores tropicales, de su respiración entrecortada hinchando su pecho en mi oído, gobernando la cadencia de la mia; mientras mis manos surcaban bajo su ropa en busca del manantial de su cuerpo y así unirnos en un lío de piernas, brazos, besos y otras esencias que sólo conocen los que han amado alguna vez, el dulce sabor del amor.

Tras aquella cena salimos a la calle, ella se agarró a mi brazo como si éste fuera parte de su propio cuerpo y  nuestras cuatro piernas comenzaron a caminar al mismo son. Hilke temblaba así que deslicé mi brazo por detrás de su espalda y ella hizo lo mismo con el suyo. No hablábamos, aquella noche no era necesario, caminábamos hacia la plaza mayor de Vic. Muchas veces habíamos llegado allí inventando historias maravillosas con las piedras y las imágenes de los edificios, con las pinturas que hay sobre la fachada del ayuntamiento. Esta vez no hablábamos, sólo caminábamos al son de nuestros corazones, sólo interrumpíamos el ritmo con largos, pausados y maravillosos besos de adiós.

 Una vez más cruzamos el límite mágico de la plaza, ella temblaba, le di mi jersey y volvimos al coche. Dentro del habitáculo hacía frío pero al hacer yo el gesto de encender la calefacción Hilke paró mi mano y se abrazó a mi jersey, oliéndolo y sonriendo.

Chasqueé la lengua y dirigí nuestro caballo, el Ka, hacia la salida de la ciudad. A cada semáforo caía una cascada de besos entre nuestros labios. The glass spider sonaba a un volumen lo suficientemente alto como para notar las vibraciones de la música en nuestras pieles excitadas y receptivas a cualquier estímulo. A medio camino de su casa paré el coche en un pequeño rincón apartado de la carretera en el que habíamos hecho fonda en numerosas ocasiones. Aquél era un lugar lejos de todo y de todos, sólo lo conocíamos nosotros, tenía una entrada totalmente oculta tras unas rocas y unos matorrales, había que seguir un camino donde parecía que no había ninguno. Aquel era nuestro escondite, allí habíamos pasado los mejores momentos de nuestra historia. Lo descubrimos un día por casualidad mientras buscábamos un sitio apartado donde leer juntos antes de juntar nuestros cuerpos, allí era donde escapábamos las noches en que no queríamos a nadie más compartiéndonos, allí dormimos juntos por primera vez escuchando a los búhos hablar, allí íbamos a soñar con un futuro juntos. Aquel pequeño rincón junto al río era nuestra casa, nuestro palacio, nuestro trocito de cielo. Allí, aquella noche de primavera, desnudamos nuestros cuerpos e hicimos el amor con tanta fuerza que se paró el ritmo del río y crujieron las raíces de todos los árboles bajo el suelo que pisábamos; nos besamos con tanta pasión que en el cielo nació una estrella nueva. Nos fundimos en un solo cuerpo sin forma, sin piel, sin ojos, por un instante fuimos por fin uno solo. Caímos rendidos y extasiados, acurrucados el uno junto al otro, sudorosos.

 

Pronto se hizo de día, el ritmo de la montaña retomó su cauce y nosotros nos despertamos aún resacosos.

 Era jueves, casi no hablamos en el camino a casa, ella seguía medio desnuda con mi jersey sobre su piel, oliesqueándolo.  Llegamos, nos duchamos juntos tranquila y pausadamente cuidando la piel del otro como si fuera la piel de un recién nacido. En su vientre había marcas claras de la pasión de la noche anterior y en mi brazo el final del camino de un arañazo que sentía nacer en mi espalda. Tras la reconfortante ducha, me afeité mientras ella desenredaba su precioso cabello. Nos vestimos y nos despedimos hasta el mediodía.

 La mañana se me hizo eterna, de vez en cuando me evadía del ring del teléfono y los papeles y miraba las marcas en mi brazo. Nada del trabajo me motivaba aquella mañana, tan sólo esperaba que llegara las tres de la tarde para ir a buscarla y comer juntos. Las tres de la tarde sólo llegaron tras miles de minutos que marcaban lentamente sus segundos, uno  a uno, eternidad entre cada uno de ellos. Rápido llegué a su trabajo, aparqué el coche ante la fachada del edificio, paré el motor y esperé, estaba impaciente por ver su sonrisa.

 Esperando acabó el cassette de Peter Murphy y puse otro de Perdita Durango, Juan sin ojos, lo escuché entero, eché atrás el asiento del coche y puse la radio, sólo noticias de muertes y engaños, volví a buscar los cassettes y encontré el de Nick Cave, nuestra canción. Finalmente, después de hora y media, ella apareció con el gesto torcido, caminando rápido, con la chaqueta y la bufanda en su mano izquierda. Entró en el coche y antes de que me diera tiempo a decir “hola”apagó la radio, quitó el cassette y me dijo, vamos a casa, hoy no estoy para paseítos.

 Aquella tarde no hubo siesta, ni paseo, ni nada de nada, hacia las nueve de la noche le propuse hacer la cena y hablar de lo que le pasaba. Empezamos a preparar la cena, sin hablar.¡ que pan con tomate tan seco!,¡ qué tortilla con tan poca consistencia! , todo, todo estaba mal, todo lo criticaba aquella noche. Para poner un poco de miel me acerqué a besarla en la cara y al tocar su rostro con mis labios la encontré tan fría que parecía un cadáver. Por respuesta me dio un codazo que aún hoy me duele. Empezamos a cenar separados, cada uno a su lado del abismo. Por fin habló:

–       ¿ A qué hora trabajas mañana?

–       De noche, mañana y el sábado, hoy es la última noche que podemos pasar juntos antes de que vuelvan tus padres.

Silencio, no respondió, sólo masticaba a una velocidad vertiginosa, engullía el pan que tan malo le había parecido. Por fin tras un largo rato de comer, habló.

 –       No, hoy no podemos dormir juntos. Hoy voy a una fiesta que dan unos amigos de mis padres y no me lo pienso perder por ti.

–       ¿Cómo? Pregunté yo. No me habías dicho nada. ¿ Por qué no vamos juntos?

–       No, yo voy a ir, tú no estás invitado. Además esa familia tienen un hijo de nuestra edad que está interesado en mí y a mi me hace también mucha gracia.

Bang, bang, bang!!! No daba crédito a lo que escuchaba. Bang, bang, bang, cada vez que su boca hablaba disparaba contra mi, primero contra mi corazón, luego contra mi alma y a la tercera me mató:

–       Quiero que te vayas. Quiero que desaparezcas de mi vida. Lo de esta semana ha sido maravilloso, pero considéralo una…maravillosa despedida.

 Estaba muerto, vacío. Incapaz de mascullar una palabra comprensible para los oídos occidentales, quizás para un arameo había dicho algún tipo de insulto, alomejor había dicho feliz cumpleaños en chino. Yo no podía entender nada y menos aún podía ordenar mis pensamientos. Toda aquella semana, los recuerdos de la noche, de la semana que habíamos pasado, la cabeza me daba vueltas, me estaba mareando, di un paso atrás tirando el taburete, mi único punto de apoyo. ¿Acaso aquello era una broma pesada? Si se trataba de  una pesadilla, que sonara el despertador ya.  ¿Qué había hecho yo? ¿ En qué me había equivocado? Todas, preguntas que ni siquiera intenté convertir en sonidos, me levanté con el peso de dos lagrimones colgados de mis ojos, la miré tratando de escudriñar en su gélida mirada. Ella seguía quieta, masticando, mirando su plato sin comunicarme nada por primera vez desde que la conocía. Caminé, se apartó del camino hacia la puerta. Ya junto a la salida, me giré, la miré pero ella seguía de espaldas a mi, comiendo. Por fin mis primeras palabras, te quiero. Fue lo único inteligible que salió de mis labios de todo lo que sentía. No quería rogarle, ni discutir, ni pedirle explicaciones, tan sólo le dije que la quería; por última vez.

Me fui. Salí de su casa, cerré la puerta tras de mi, hundido por saber que ya nunca más vería abrirse aquella puerta que tantas veces se había abierto para entregarme el amor. Me sentía incapaz de caminar, pero tras un momento que pudo ser bastante largo pude hacer acopio de fuerzas; puse un pie detrás del otro hasta completar los escasos diez metros que me separaban de mi coche. Encendí la radio y creo que estuve como tres horas escuchándola sin moverme de allí, sentado en el coche, sin saber cómo reaccionar, sin ánimos de girar la llave del contacto y marcharme para siempre de allí. Sentía un peso enorme en mi pecho, quería gritar, quería llorar, quería buscar una explicación para aquel infierno. Pero no, no hice nada de aquello, seguí allí parado, sin hacer nada.

Finalmente giré la llave de mi vida, puse el contacto, luces por todo el panel y todo se puso en marcha, como siempre. Intermitente, mira que no venga nadie y empieza el descenso, calle abajo. Salí del pueblo sin mirar atrás para no arrepentirme y volver. No lo hice, dejé atrás su pueblo y desandé aquel camino que separaba su casa de la mía, aquel camino que había sido mi camino durante tanto tiempo. Había hecho aquel trayecto una y otra vez, mil millones de veces para verla a ella. Siempre con una sonrisa en mi cara, con una esperanza en mi corazón, con un objetivo, besarla al menos una vez. Había pasado a través de aquella carretera de árboles a pie, en bicicleta, en moto, a dedo, agarrado de su mano en una nube y todo para nada. ¿ Nada? Como un tak craneal buscaba en mi cerebro, repasaba toda mi CPU para encontrar el origen del error para buscar una solución. Pero la solución era dejarla atrás y lo hice, me fui dirección Cánoves, apreté el acelerador haciendo rugir el motor de mi coche como nunca lo había hecho antes. Una curba, otra, freno, embrague cambia de marcha, acelera. Ya había dejado de pensar, sólo miraba la carretera y que no viniera nadie de cara, aunque no importaba, ya estaba muerto.

 Llegué a casa, todos dormían. Hacía frío, busqué una manta y me acurruqué en un sofá. Me quedé dormido. Aquella noche dormí como un lirón, como hacía años que no dormía, como dormí aquella semana después de los exámenes del primer curso de medicina cuando estuve durmiendo dos días seguidos.

 Al despertarme me sentía un tanto desorientado. Poco a poco me fue viniendo a la memoria todo lo que había pasado la noche anterior. Me sentía muy raro, en concreto no sentía nada, era como un corcho. En realidad el sentimiento general era de alivio, no estaba triste, estaba relajado y aliviado. Desayuné como nunca y me fui a nadar. Hacía años que no nadaba.

 Nunca más la volví a ver. Han pasado dos años desde aquella semana, y hoy he venido aquí a este mirador del Tibidabo a pensar en ella. Durante estos dos años he tenido la oportunidad de conocer a unas cuantas mujeres pero ninguna de ellas han conseguido hacerme sentir igual de bien que Hilke. Ninguna de ellas ha conseguido que me olvide de aquella mujer de pelo negro y labios de miel. Ninguna de ellas me ha hecho soñar. Sé que yo me quedé con una parte de ella que me acompaña todos los días. De alguna manera es como si la relación haya continuado a pesar de la distancia y de aquella última noche. Ahora vivo resignado, sabiendo que quizás ella sólo desaparecerá de mi día a día si alguna vez encuentro a alguien cuya magia me embriague de nuevo. Quizás esa mujer no exista. El tiempo lo dirá.

 

~ por ferranmartinez en May 1, 2015.

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